sábado, 21 de abril de 2007

relato

El vigilante me abre la puerta y salgo del edificio. Le digo buenas noches, pero él no me contesta. Cruzo la avenida, me volteó por un instante y miro el edificio alto del que salí. Luego de caminar dos cuadras, llego al parque por el que siempre paso, las parejas sentadas en las bancas, abrazadas, dándose cariño. Camino frente a ellas, las miro, sonrío un poco. Salgo del parque y voy por la vereda, no hay mucho ruido en esta calle, es tan tranquila que a veces oigo las voces que salen de las casas. Oigo también el ruido que hacen mis zapatos al andar. Llego a la esquina donde está la bodega, no puedo evitar entrar en ella y comprar una golosina. Luego de pagar, salgo de la bodega comiendo. Esta noche hace un poco de frío. Siento mi cara fría por la humedad. Saco las manos de los bolsillos y las poso sobre mis mejillas, para calentar un poco mi cara. También apoyo mis manos sobre mis orejas, con fuerza. Me detengo porque estoy frente a una avenida grande, el silencio se reduce. Una mujer mayor me ve con las manos sobre las orejas y se sorprende. Yo sonrío y me pongo a esperar el paso de los autos para poder cruzar. Vuelvo a meter las manos a los bolsillos. Luego de dos minutos, cruzo la avenida, llego al quiosco que está en la esquina y compro un cigarro. Lo prendo y me siento a fumar al lado de la señora que atiende. Le pregunto qué tal le ha ido en las ventas del día. La señora no me conoce y me mira con cara de asustada, sin responderme nada. Sigo fumando sentado en un muro. A mi no me ha ido bien, le digo. Ella me mira no más. Se ríe nerviosa y me dice que ha vendido normal nomás, como siempre. Usted qué vende, me pregunta. Mi tiempo, le dije. Le vendo mi tiempo a una empresa, pero no sé si es que sea una buena venta. Llegan dos niños a comprar galletas al quiosco y la señora los atiende. Yo acabo de fumar, me paro y sigo mi camino. Camino por una calle estrecha y voy mirando alrededor de mí, esta calle es nueva para mí. Veo una casa que me llama la atención, y noto que en el tercer piso hay una luz prendida, la ventana abierta y escucho a dos personas conversando. Me detengo en la vereda y miro hacia esa ventana. Es un dormitorio. Lo que apenas puedo ver es la cabeza de una chica que está de espaldas a la ventana, un estante con libros y tres afiches, que parecen de cine o de teatro, pegados a la pared. Uno de ellos me llama la atención, pero no lo puedo distinguir bien. Suena un pito y veo que un vigilante se me acerca. Yo no tengo una buena relación con los vigilantes, me cuesta tratarlos. Llega hasta donde me encuentro y me pregunta qué hago. Le digo que estoy mirando la casa. Se ríe y me dice, conoce a la señorita. No, le respondo, no sé quienes viven ahí. Ah, entonces por favor, me dice haciendo una seña con la mano indicándome que siga caminando por la vereda. Es por seguridad, señor. Miro una vez más la casa y escucho que siguen conversando en el dormitorio del tercer piso. Le pregunto al vigilante, qué tal le ha ido durante el día. Como no se esperaba esa pregunta me dice, pucha jodido, cansado, aburrido, con sueño. Pero avance por favor, señor. Ya me voy, le digo. Yo también estoy un poco aburrido, pero con ganas de caminar y de mirar. El vigilante me mira intrigado y mientras me pongo a caminar le pregunto como se llama. Williams, me dice. Ah, yo me llamo Roberto. Chau Williams. Doblando la esquina, hay más luces en la calle. Empieza a garuar. Miro los focos de los postes para ver la garúa que cae desordenada. Se ha desatado el pasador de mi zapato. Me agacho a ajustarlo y me sale un conejo de la rodilla. Terminando de ajustarlo, cuando estoy parándome, veo a tres mujeres que caminan hacia mí, muy bien vestidas, como para un matrimonio o algo así, muy elegantes, con abrigos. Pasan por mi lado y yo me quedo mirando a una de ellas, que sostiene mi mirada y luego me saca la lengua. Yo me río y escucho que una de ellas llama a un taxi que de inmediato se detiene al lado de la vereda. Yo me detengo a verlas, hasta que se suben al taxi y se marchan. Estoy caminando lentamente, mirando a los lados y suena mi celular. Yo sigo caminando, ignorando el timbre del celular. Llego a la esquina y me doy cuenta de que no sé bien dónde estoy. El celular dejó de sonar. Lo saco y veo el número de mi esposa en la pantalla. No tengo ganas de llamar, lo único que tengo es frío y deseos de caminar solo. Sólo caminar. Empiezo a sentir un olor a mar, la brisa marina del malecón me pega en el rostro. Mi esposa también me pega en el rostro. Me va a pegar por no regresar a la casa con ella.

1 comentario:

Languidstillness dijo...

: (

( la elocuente sandra)