Y donde estés amigo. Te lo digo sinceramente. Donde quiera que estés amigo. Te recuerdo. Porque siempre que iba a visitarte a tu casa, me invitabas un vaso de una limonada deliciosa. Un vaso grande lleno de limonada bien fría. Nada me caía mejor. Siempre te lo agradecía, porque además estaba bien preparada y tenía un sabor riquísimo. En el punto exacto entre el limón, el agua y el azúcar. La proporción precisa. Y obviamente, yo sabía muy bien que tú no la habías preparado, pero siempre me la invitabas como si tú la hubieras hecho. Y cuando ya me encontraba sentado en la sala de tu casa y apenas habíamos empezado a conversar, notabas que ya casi me había terminado de tomar la limonada y tú de la manera más cordial y generosa me ofrecías un segundo vaso y yo bien feliz aceptaba. Tan rica, tan ácida, tan refrescante. La limonada de mi amigo.
Hace mucho tiempo no voy a la casa de mi amigo, pero sé que sigue siendo la misma. Y no sé si un día vaya y lo encuentre y además, haya algo de limonada en la refri de su cocina y él esté dispuesto a invitarme. No sé. Aún hablo con él de vez en cuando, con mucha menos frecuencia que en la época de las limonadas. Y no voy a decir quien es mi amigo porque de repente ustedes van a querer ir a su casa para gorrearle un vasito de limonada helada. Es bien rica, les digo. Qué sabor. Algún día nos volveremos a encontrar, amigo… limonada.
Hace mucho tiempo no voy a la casa de mi amigo, pero sé que sigue siendo la misma. Y no sé si un día vaya y lo encuentre y además, haya algo de limonada en la refri de su cocina y él esté dispuesto a invitarme. No sé. Aún hablo con él de vez en cuando, con mucha menos frecuencia que en la época de las limonadas. Y no voy a decir quien es mi amigo porque de repente ustedes van a querer ir a su casa para gorrearle un vasito de limonada helada. Es bien rica, les digo. Qué sabor. Algún día nos volveremos a encontrar, amigo… limonada.
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